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ISSN 1989-4163

NUMERO 44 - VERANO 2013

La Tomatera

Joaquín Lloréns

Desde hacía ya unos cuantos años, mi amigo Francesc Fiol me invitaba cada noviembre a la matanza del cerdo que organizaba en la casa de un payés en el pla mallorquín. No sé si por pereza o por prevención al espectáculo de la muerte del puerco, con esos chillidos que erizan los pelos de la espalda, el caso es que nunca me presentaba en el lugar hasta las diez de la mañana, cuatro horas después del comienzo del rústico ritual, cuando ya los campesinos comenzaban a llenar los intestinos –hoy comprados aparte y antes limpiados y hervidos allí mismo- de la mezcla de carne, magro, sal y abundante pimentón que son los ingredientes las afamadas sobrasadas y llonganiças mallorquinas.

A esa temprana hora es cuando se produce el almuerzo, consistente en frito de matanza, pa-amb-oli o pa-amb-tomaca con embutidos y ensaimada de postre. Todo ello abundantemente regado por consistentes vinos de Santa Margarita y licores de hierbas. Como en cada ocasión en que alguien quiera comer el pa-amb-tomaca, siempre se produce un debate más serio de lo que se podría pensar respecto al orden en que se ha de preparar la base del mismo. Hay teóricos que dicen que primero se friega el tomate, luego se echa el aceite de oliva, luego la sal y ya, sobre esa base, se pone el embutido, la panceta, el queso o lo que haya a mano. Otros consideran ese orden una herejía, afirmando que primero es el aceite. Otros, que si primero la sal… Las teorías son tantas como posibilidades. En lo que, tanto yo como los demás comensales, estábamos siempre de acuerdo era en que el tomate para frotar con el que nos obsequiaba el matançer, Toni Mesquida, era, no sólo delicioso de sabor, sino de una textura perfecta. Ese tipo de tomate suele ser pequeño, con poca piel y una carne más tierna que la de los tomates de mesa para que al frotarlo en el pan, deje una capa lo más uniforme posible.

Este año no pude más y pregunté a nuestro anfitrión de dónde sacaba unos tomates tan excelentes. El payés, con ese castellano a trompicones, fruto de la esforzada traducción directa de las expresiones mallorquinas, me explicó que los cultivaba él. Tenía una variedad de tomate centenaria, que iba replantando año tras año. Curioso, le inquirí si podría yo coger unos tomates de fregar del mercado y plantarlos en mi terraza, pues me hacía ilusión tener mi minúsculo huerto ciudadano. Se rió con la franqueza de los hombres de campo y me aclaró que los que se venden en mercados y supermercados son híbridos y que sus semillas producen la planta, pero no el fruto. Divertido, supongo, por mi supina ignorancia respecto a los asuntos frutícolas, me dio un ramillete de sus tomates y me informó de que lo único que tenía que hacer era esperar a marzo, mes en que se plantan los tomates, abriera uno, extrajera las semillas y las plantara en semilleros hasta que el tallo alcanzara los diez o quince centímetros. Que entonces los traspasara a una maceta de mayor tamaño.

Durante los siguientes días, averigüé en un vivero próximo cómo era un semillero y compré un poco de tierra para los mismos. Ya en marzo, abrí un tomate y puse un par de semillas, como me había recomendado Toni, en cada uno de ellos. Según descubrí más tarde en Internet, lo suyo era sacar las semillas y secarlas hasta que desapareciera una especie de gelatina que las cubre. Temí haber fracasado en mi intento nada más empezar, pero no fue así, y en casi todos los semilleros, a los pocos días, surgió un pequeño tallo con una o dos minúsculas hojas. Sí que descubrí que debería haber prensado bien la tierra para que al traspasarla a la maceta grande no se deshiciera la tierra que cubría las raíces. En cualquier caso, como había de sobra, aquello se solucionó.

Algunos días más tarde, cuando me encontraba paseando por la calle, me topé con Toni Mesquida. Me preguntó por las tomateras y le puse al día de las novedades. Le pedí algún consejo adicional y se limitó a recomendarme que las regase abundantemente y que les diera mucho sol. Para mi sorpresa, me dijo que lo de colocarles unos juncos para que se elevaran apoyadas en él, como siempre he visto hacer, no era necesario. Ya nos despedíamos cuando me recomendó que, una vez por semana, les echara algo de abono líquido. Como no sabía qué tipo de abono, le pregunté si servían, tal y como había oído en ocasiones, los posos del café. Me miró alarmado y me aseguró que eso no servía para nada. Que ni se me ocurriera. Me extrañó que pusiera tanto énfasis. Para mi sorpresa, en la primera tienda china por la que pasé, en la misma puerta tenían un líquido que era precisamente lo que buscaba.

Como uno es de la escuela empírica y tenía varias macetas, una de ellas decidí alimentarla con posos de café. Para las otras seguí el consejo del payés. A lo largo de las semanas, las plantas fueron creciendo, y no constaté ninguna diferencia notable en el crecimiento de la que alimentaba con mi abono cafetero. Después brotaron los tomates, tampoco sin claras diferencias. Me reí para mis adentros pensando en que el año siguiente, en la matanza, cuando volviera a ver a Mesquida, le podría dar yo también una pequeña lección respecto al cultivo del tomate.

Por fin, a finales de junio, recogí mi pequeña cosecha tras probar uno y ver que estaba en su punto. Tal y como me había recomendado Mesquida, los guardé sobre cartones para que durasen meses, lo que es otra de las características de este tipo de tomates. No me molesté en  separar los de una tomatera de las otras.

Fue al quinto día cuando, tras ingerir un pa-amb-tomaca, sucedió algo extraño. Al levantarme por la mañana al día siguiente, no recordaba qué había visto en la televisión, ni haberme acostado vestido. Tenía una laguna temporal como a veces ocurre cuando uno ha bebido una barbaridad. La diferencia estribaba en que no tenía en absoluto la jaqueca que acompaña a dichas sobredosis alcohólicas.

Idéntica circunstancia me ocurrió en dos ocasiones posteriores. En la tercera, me alarmé de verdad. Esa vez sí me había desnudado, pero a mi lado dormía una jovencita bastante atractiva a la que no recordaba haber visto en toda mi vida. Terriblemente intranquilo esperé en la cocina a que se despertara. Cuando lo hizo, vino a la cocina y me dio un beso sorprendentemente apasionado. Mientras Mª de Lluch –así resultó llamarse- desayunaba, fui indagando cómo diantres había acabado en mi cama. Si no me mentía, y aquello no era una conspiración cuyo objetivo me era incomprensible, tras cenar un pa-amb-tomaca con jamón serrano, por lo visto había salido de casa y acudido a un bar, donde estuve tomando copas y relacionándome con los allí presentes, caso infrecuente, dado que tengo un carácter bastante introvertido y, aún diría, un tanto asocial. El bar al que se refería era uno de los más conocidos en la ciudad como lugar de encuentro de buitres y busconas. Sólo recordaba haber estado una vez en mi vida. Quedamos en llamarnos –no creo que me atreviera- y Mª de Lluch se fue de mi casa tras sudar conmigo un rato bajo las sábanas.

Aquello comenzaba a tomar un cariz preocupante. Tres días después, acudí a última hora al bar donde Mª de Lluch afirmaba haberme conocido. Aunque apenas había a esa hora aún clientes, al pedir la copa, el camarero, con una gran sonrisa, me saludo afablemente llamándome por mi nombre. En los quince minutos que tardé en tomarme la copa, el camarero me dio a entender que habían sido varias las  noches que últimamente había venido al bar y que lo había pasado bomba, haciéndome amigo de todos los habituales y flirteando sin parar con las mujeres.

De regreso a mi casa, una sospecha comenzó a fraguarse en mi cabeza, pero me parecía imposible. De hecho, todo lo que me ocurría, parecía irreal. La única coincidencia que recordaba que se hubiera dado en las tres ocasiones en que mi mente tenía esos lapsus era que había cenado temprano un pa-amb-tomaca.

Durante varios días, cené un tomate de mi cosecha, además de otros alimentos y me estuve estudiando mis reacciones, sin notar nada extraño. Sin embargo, al cuarto día que volví a hacerlo, volví a tener idéntica laguna en mi consciente. La única diferencia con la vez anterior fue que en esta ocasión, la mujer que dormía desnuda a mi lado se llamaba Yolanda y era algo mayor que Mª de Lluch.

No tiene ninguna lógica, pero he llegado a la conclusión de que este estado alterado se me produce cuando tomo un tomate de la tomatera que aboné con los posos del café. Como mezclé los de todas las tomateras, me es imposible saber qué tomate corresponde a una u otra. Me ha comenzado a llamar un montón de gente que no conozco, a la que parezco haber deslumbrado en mis noches negras, como las llamo ahora, ofreciéndome planes para hacer todo tipo de cosas. Siento una emoción enorme ahora cada noche que como un tomate, ignorando si será una fruta normal o si hará que mi vida cambie por otra. Es profundamente perturbador ser consciente de que, de un tiempo a esta parte, en mí viven dos personalidades completamente diferentes, en un extraño caso de Doctor Jeckyll y Mister Hide y que, al parecer, ninguno comparte su tiempo con el otro. No puedo dejar de preguntarme si mi Hyde desaparecerá definitivamente al acabarse los tomates o si quien desaparecerá será Jeckyll.

Y tampoco estoy seguro de quién quiero que prevalezca.

La tomatera

 

 

 

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